miércoles, 27 de febrero de 2013

Ensayo

Cracrigos


Tal como él había visto en los libros ilustrados, los cracriguianos poseían unos treinta ojos el extremo superior de su cuerpo. Si observaban hacia el Norte, parecían ser capaces de ver completamente el Este y el Oeste en la misma visión. Pero lo que más impactaba eran las tres largas bocas dispuestas al final de lo que parecían ser sus caras, si era posible darle ese nombre a esa parte del cuerpo. Utilizaban una boca para cada palabra de manera de que el sonido parecía provenir de más de un individuo. El chico supuso que esto pudiera haber sido útil en la evolución pero ahora solamente resultaba gracioso no poder adivinar cuál de las bocas emitiría el siguiente sonido. De todas formas no era importante, ya que no entendía absolutamente ninguna palabra de lo que decían.

Cuatro habitantes de tres bocas y algunos aeroasistenciales lo escoltaban a lo largo de la pista como si se tratara de algún delincuente de máxima seguridad. Pero el chico apenas tendría unos 12 años. Después de pasar unos cuántos puestos de control, llegaron a lo que parecía la oficina central del Aeropuerto Espacial.

Los aeroasistenciales lo habían interrogado una y otra vez en Galáctico, puesto que eran unidades robóticas de alta complejidad. Sin embargo no estaban en condiciones de interpretar las respuestas del chico ya que el vocabulario en memoria era muy básico y cubría solo temas relacionados con el turismo. Podrían recomendar un buen hotel, o una excursión en Cracrigos en perfecto Galáctico, pero no podían comprender cómo o por qué el chico había llegado hasta allí en su transportador unipersonal.

Finalmente el grupo alcanzó el edificio y se detuvo ante una puerta que automáticamente se abrió tan pronto como el sensor los tuvo en su radio. El Aeroasistencial más viejo señaló el mostrador de recepción como indicando que el niño debía ir por ese camino. No existe posibilidad de escapar aquí tampoco, pensó.

La cracriguiana levantó la vista para ver el que sigue. Sus treinta ojos parecieron sorprenderse al ver a un Gaiano. “Cre-cro-cra, cre-que cro cro cri que cro cromsa?”, le dijo.

El chico se acercó sabiéndose el destinatario de la pregunta pero sin haberlo comprendido. “Perdón pero no hablo crácrila”, se escuchó su tímida voz en Galáctico del Norte.

“¿Cridigame crusu cronombre y crodónde creprocede? Crese crerequiere cridentificación crapara cringresar cro cra cralguno crede crusus crafamiliares."

Cada cra-cre-cri salía de una boca distinta y a pesar del esfuerzo de la cracriguiana por hablar en Galáctico, el chico apenas entendió algo sobre su nombre y los documentos.

“No tengo documentos. Mi nombre es Alan, soy de Gaiaterra y mi transportador se averió en su atmósfera. No tengo cómo regresar.”

“Crallamaré cra crala cropolicía crinterestelar. Credeberán crellevarlo crede creregreso cry crolos crocostos creserán cra cracargo crede crusu crafamilia. Crono crupuede crepermanecer creen Cracrigos crisin cridentificación.”

Parado frente a ese mostrador reflexionó que tampoco tenía demasiadas opciones, los aeroasistenciales impedirían cualquier movimiento que hiciera y no tenía verdaderamente manera de salir de allí.

Alan también sabía que no habría familia en Gaiaterra que lo reconociera. El era de Fillis, la tercera colonia solar. La policía interestelar lo volvería a poner en manos militares de las cuales se había escapado y él no estaba dispuesto a unirse a ningún ejército, ni a la esclavitud. Esas eran sus opciones. Si pudiera llegar a Gaiaterra al menos podría buscar asilo de niños. Aunque ya no soy un niño, pensó para sí.

“Crimientras cratanto craguarde cren crala crasala”, dijo la recepcionista señalando una puerta.

Al girar en sus talones, un grupo de cracriguianos lo observaba con atención.

Se aventuró a la puerta señalada y supo que uno de los individuos lo seguía, mientras que los otros tres se dispersaban en el lugar. Algo está mal, lo presentía. Tan pronto como atravesó la puerta, se oyó un gran estruendo en la recepción.


continuará

lunes, 25 de febrero de 2013

Mirada de estrellas


Acomodo mi cama bajo las estrellas. Uno de los momentos más bellos del día ha llegado, paradójicamente, la noche.

Me acuesto en mi colchón y le doy forma a mi almohada de manera que mi cuello pueda relajarse y mi cabeza quede perfectamente alineada con el Este terrícola.

En un intento de conectarme con el medio que me rodea trato de sentir el movimiento. Me concentro en mi espalda en búsqueda de alguna sensación de desplazamiento, algún efecto de ese giro lento y continuo. Pero se me hace imposible. Por suerte la caída del sol y el avance de los astros en el cielo me indica que indefectiblemente mi cuerpo relajado acompaña el avance de esta nave Tierra que gira y gira alrededor de su eje, llevándonos a cuestas.

Arriba, una inmensidad de brillos de diferentes tamaños. Observo las estrellas con cuidado, comparándolas con las que recuerdo haber visto ayer a esa misma hora.

Y me detengo … ¿Las observo? ¿O ellas me observan a mí? No sé, soy tan minúscula en este entorno que dudo que estén viéndome, pero quién sabe?

Tamaños diferentes, incluso a simple vista detecto colores diferentes. Depende de la sensibilidad del observador, aunque pensándolo bien todo depende de la sensibilidad del observador.

Parecen desordenadas. ¿U ordenadas? No estoy segura de creer en tal cosa como el “orden natural”. Me gusta pensarlas “magistralmente desordenadas” en este caso. Me gusta el desorden, el desparejo, el sin reglas. El “orden natural” me da miedo, me suena a encierro consensuado.

Antiguas, si. Ay! Me detengo a pensar que nuestros antepasados vieron ESAS mismas estrellas. Imagino a Pitágoras 2500 años atrás escudriñando el cielo como yo. Otras fueron sus estrellas en el hemisferio Norte. Imagino nuestros aborígenes del Sur, mirando estas mismas estrellas en sus ratos libres. Y si ellas nos observan, son las mismas que han visto también a nuestros dinosaurios. Y antes, y antes del antes. Imponente.

A millones de años luz, quién sabe qué antigüedad tengan y cuántos milenios más van a durar. Más insignificante me siento con mi vida promedio de 100 años. Debe haber más que una vida, sino, ¿para qué y para quién duran las estrellas tanto tiempo?

Son hermosas. Su tenue luz permite ver las montañas, apenas un recorte negro en el fondo de la imagen bordeado por el oscuro azulado del cielo de medianoche. Combina perfecto con el arrullo de las pequeñas olas del lago sobre las piedras y los grillos incansables.

En la comodidad de mi cama, con sábanas limpias, abrigo y almohada, pero sin techo, encuentro la felicidad. La felicidad ESTÁ sin duda presente, en formas que todavía no nos es posible medir, pero si sentir.

Noche tras noche me sorprendo con sonidos del monte, me acurruco en la naturaleza y cuento estrellas durante largo rato. El sueño entra suave en mis sentidos y es el sol el que correteando el girar de la tierra, me despierta lentamente y sin preocupaciones.

Acostumbro a tratar de recordar mis sueños los primeros segundos de vigilia, el único momento en que me es posible hacerlo. Razono que, durante las vacaciones, el orden se altera: Lo que normalmente es "responsabilidad durante el día", y sueños liberados de noche, aquí se invierte: sueño con responsabilidades mientras que durante el día no tengo ninguna. Extraño. Como si las preocupaciones tuvieran que ocupar su lugar, algún lugar.

Me retuerzo un poquito más en mi cama y disfruto del paisaje. Con el sol unos metros sobre el horizonte en línea exacta del Este, el lago se hace verde esmeralda intenso, el cielo azul celeste y las montañas se separan a ambos lados con sus tonos rojizos y pálidos marrones. Y las olitas siguen saludando.

Más tarde preparo mi mate y bajo al muelle en soledad. Miro el horizonte, razono mil cosas más, observo los bichitos. Qué pequeños.