sábado, 12 de mayo de 2012

Ancestros

Despertó en una habitación pequeña con perfume a lavandas que su abuela solía colocar en pequeñas bolsitas de voile debajo de las almohadas. Había llegado la noche anterior casi a la madrugada y no había tenido tiempo para nada, simplemente acostarse hasta que se hiciera de día. “Ya deben ser más de las diez”, pensó, viendo la cantidad luz que se filtraba por las cortinas, “y debe haber un sol espléndido”. Se levantó ágilmente feliz de estar de vuelta en su ciudad natal, de poder encontrarse con la playa y el mar.


No se oían ruidos en la casa pero las persianas estaban altas y los ambientes estaban todos suavemente iluminados. Paseó por el living, recordando en cada rincón un sinfín de pasajes de su vida, y en cada detalle un sinfín de emociones. Como observándolo todo, el hogar a leña se encontraba en el centro del salón. Su interior estaba hecho de piedra típica del lugar y por fuera estaba rematado con madera lustrada en cuyo parante superior se leía una inscripción “Tu passes dans cette maison, et ton souvenir demeure”. Parada frente a él se puso a pensar cuántas veces, inevitablemente había pasado horas junto al fuego fijando esa frase en su mente: “Si pasas por esta casa, tu recuerdo perdurará”. Evidentemente eso tendría un efecto mágico de nostalgia al ir y felicidad al volver.

Giró sobre sus pies y se encontró con la vieja vitrina de madera con estantes y paredes de vidrio. Los abuelos la llamaban “Reina Ana” refiriéndose al estilo de su porte y a sus características patas en forma de garras talladas a mano. Era una reliquia que producía orgullo a los más ancianos y completa indiferencia a los jóvenes. Detrás de sus vidrios viscelados se podía observar -ordenada prolijamente- la cristalería tallada que había pertenecido a su familia a través de los años, y que en la realidad, solo se utilizaba para eventos únicos como la navidad y otras ocasiones especiales.

Las copas eran de diversos tamaños y formas, alineadas en hileras de 6 y ordenadas de mayor a menor según su altura. Las copas azules estaban al final de las hileras, y -ayudadas por el fondo de espejo y la luz del ambiente- producían un efecto azul en todas las demás, e incluso algún que otro reflejo azul en las paredes de la sala. Se detuvo un segundo a observar por primera vez un extraño brillo allí entre las copas altas y angostas. Aparentemente era una pequeña tacita de plata. La observó con curiosidad unos momentos, cuando escuchó el sonido de las llaves en la puerta de entrada y se alejó a ver quién llegaba.

Era la abuela que la recibió con afecto y preparó el desayuno con el pan fresco que acababa de traer del almacén. En la cocina ya había dejado preparados unos mates dulces, la manteca y el dulce casero de frutillas.

Su abuela era la del medio, de una familia de 14 hermanos, nacidos en Argentina. Hijos de inmigrantes vascos del norte de España. Sus padres habían escapado de pestes y guerrillas que por aquel entonces afectaban a Europa. En el nuevo mundo habían sido tan pobres que comer y sobrevivir había sido el objetivo diario durante muchos años, pero también fue la razón por la que “compartir” y “hospedar” ya formaban parte de su sangre y de la de sus herederos.

Se había casado con otro hijo de inmigrantes vascos-franceses. Juntos compartieron su amor con sus hijos, a los que nada les faltó.

La descripción generalizada de los vascos inmigrantes se ajustaba exactamente a las características de los abuelos: el culto a la hospitalidad, la sencillez de costumbres y actitudes, el respeto por la palabra empeñada, el perseverante esfuerzo ante todo tipo de retos y sus generalizadas muestras de honestidad los describían muy bien.

Supieron darle a sus hijos la mejor educación que para ellos era lo más importante y profundos valores familiares heredados de algún resquicio de nobleza o hidalguía de sus antepasados.

Además criaron a varios de sus sobrinos, seguidos de varios nietos y bisnietos. La casa de los abuelos había sido un hogar para muchas personas -familiares o no-, a lo largo de la vida.

Y ahí estaba la abuela, una vez más sirviendo el desayuno a la recién llegada, procurando un ambiente de abundancia de cosas ricas y armonía.

Conversaron sobre muchas cosas, tratando de poner al día a la abuela con las novedades. Los biznietos andaban bien en el colegio, los albañiles ya se habían ido, los arreglos de la casa ya estaban terminados, el jardín había quedado precioso con las nuevas luces de farol y un banco de plaza y qué ganas de que lo viniera a ver alguna vez. La abuela hacía rato que no se movía de su ciudad, su mar y sus mañanas pacíficas. La ciudad era ruidosa y agresiva, y ella no cedía para ir.

Y en ese momento cálido de intercambio sobrevino la pregunta: -“Abu, vos que me conocés bien, qué pensarías si pongo mi propio viñedo?” La abuela tuvo un inexplicable destello de picardía en sus ojos azules mientras preguntó: “Pero por qué sería eso? Si tu profesión te gusta y estás bien… “

“Si”, contestó la nieta. “Pero es que he visitado unos amigos, en una casa rodeada de vid, con una acequia que cruza la galería y viven del campo, sin tener que soportar el subte, el ruido y los tiempos de la ciudad, y tengo la sensación de que ese es mi lugar.”

Sin decir una palabra la abuela se levantó y cubrió la distancia entre el comedor y el living en unos ágiles pasos. La nieta la siguió sin saber de qué se trataba.

Abrió el cajón central de la cómoda, hurgó con sus manos de surcos entre los manteles apilados y sacó una caja de madera. Allí encontró una pequeña llave hueca que abría la vitrina con apenas media vuelta. Retiró cuidadosamente varias copas -a pesar de su temblor de edad- y consiguió lo que buscaba. Aquel pequeño descubrimiento al principio del día brillaba ahora en manos de la abuela, lo que dejaba ya de ser una coincidencia. De cerca se podía ver que era sin dudas una taza de plata, de base ancha y muy poca altura, a lo sumo de dos centímetros. Tenía una manija circular pequeña que permitía tomarla con el índice y el pulgar. Su desgaste y algunas abolladuras en la base indicaban que había sido muy usada. Pero estaba reluciente como pulida ese mismo día, muy probablemente por la abuela. Parecía construida a mano porque su forma no era resultado de alguna maquinaria, y en el fondo se descubría incrustada en la plata, una moneda acuñada en 1780 en Francia… Otros detalles no se leían con nitidez.

La abuela explicó: “Este es el catador de tus ancestros. Tu abuelo me lo entregó para que un día, alguno de los herederos continúe la labor del vino. Tienes toda la razón si encuentras tu lugar de pertenencia como me lo has contado.” Luego de pasarle una franela para darle más brillo (si eso fuera siquiera posible) se lo entregó a la nieta con solemnidad.

El fin de semana pasó agradablemente, y al regreso, el catador viene guardado en la mochila con renovados compromisos. Apoyada la frente sobre la ventana los recuerdos bailan al ritmo del camino. La abuela era una persona sabia a pesar de su simple tercer grado. Su pasado de superación tenaz y optimismo solidario, la hacían extraordinaria.

Una frase de las tantas que la abuela legó, se queda unos instantes resonando: “Valoramos nuestros ancestros, porque el futuro se levanta sobre el pasado”.

lunes, 7 de mayo de 2012

Otro 7 de mayo

Bueno.... Mil consejos, mil ejemplos de grandeza, mil historias para contar… o más. Pero una se me hizo presente hoy en su día y quiero compartirla. Ese día nada era novedad: mi mamá ya estaba diagnosticada desde hacía más de tres años. Diagnóstico: “seis meses de vida” - le dijeron aquella vez. Pero fue mucho más- Y en esos años ella dejó preparadas varias cosas. Entre ellas un seguro. Y una lista en puño y letra. Con el detalle de a quién se debía devolver con eso. Una vez que se fue y me llegó el dinero, le hice llegar a cada una de esas personas lo que ellos en los últimos tiempos le habían entregado con ánimos de ayudar. Incluyendo dos bancos cuyos gerentes la hubieran pasado mal si yo no me presentaba. Todos (salvo uno que en verdad no lo quizo) cada uno de ellos recibió hasta el último centavo que le había prestado de corazón. También conseguimos comenzar a pagar un primer dpto que luego sirvió para el de mi hermano. Yo cumplí con su lista. Y agradezco aquel pequeño monto que me permitió tener hoy mi casa. Pero más agradezco su enseñanza de devolver, eso es un gesto de grandeza como tantos otros que me dio y –por suerte- hoy nadie me lo puede quitar. Gracias.